9/2/09

Halles Centrales

Du fer, du fer!! Rien que du fer!! Así de contundente se mostraba el baron Haussmann tras contemplar el primer proyecto de mercado central que había concebido Victor Baltard para la capital francesa. En efecto, este primer proyecto concedía gran protagonismo a la obra de fábrica, cerrada. Su segundo proyecto de mercado se acomodaba más a la idea de Napoleón III de modernizar París: una serie de grandes pabellones simétricos con estructura portante de hierro articulados entre sí por medio de una retícula de naves longitudinales y transversales de mayor altura a modo de pasajes o calles comerciales. Tanto muros como techumbre se cerraron con vidrio que mejoraba la iluminación de este gran centro de abastos.



Las Halles Centrales parisinas (1854-1866) definitivas seguían los modelos de estructuras férreas que desde mediados de los años 30 de ese siglo XIX venía desarrollando Hector Horeau. No en vano, este arquitecto envió un proyecto de mercado al concurso parisino. Estudioso de los nuevos materiales aparecidos con la revolución industrial - hierro y cristal -, sus propiedades y características técnicas se especializó en invernaderos, construyendo uno en Lyon y otro en París en la década de los 40. Esta dedicación casi marginal y su espíritu aventurero podían ser la causa de que sus proyectos carecieran de claridad arquitectónica, de solidez constructiva, representando en ocasiones volúmenes fantásticos o planteamientos inacabados.
Junto a ellos habría que destacar la figura de Eugène Flachat en la configuración de esta nueva tipología de mercados. En sus proyectos también solía predominar el hierro y el cristal que se consolidaban de acuerdo a unos esquemas racionales propios de Viollet-le-Duc: aprovechar las ventajas constructivas que la técnica ofrecía sin desobedecer al sentido racional de la obra. En este sentido, tanto Baltard, como Flachat y Le-Duc, son deudores de la concepción espacial arquitectónica durandiana regida por los imperativos de composición y construcción.

5/2/09

Niccolò Niccoli

Del grupo de humanistas florentinos de comienzos del siglo XV, Niccolò Niccoli es probablemente el menos conocido para los historiadores, sobre todo porque fue el único que no dejó ningún tratado escrito y porque de él apenas se conservan unas pocas cartas que no dejan ver sobre su personalidad nada que no podamos aventurar en las epístolas que otros (Traversari, Bracciolini) le enviaron.

La grandeza de Niccoli reside, en cambio, en su magnífica biblioteca, que llegó a reunir, si hemos de creer a Vespasiano (y todo parece indicar que debemos), alrededor de ochocientos códices y manuscritos, siendo algunos en ocasiones la más antigua testimonianza de autores clásicos como Tucídides, del que Niccoli consiguió un códice griego que se remontaba al siglo X.

Aunque mucho más podría contarse sobre Niccoli, su valedor Cosimo de' Medici, sus polémicas con Guarino da Verona y Filelfo, y su curvada escritura que dio origen a nuestra cursiva o itálica, sólo añadiré que, como viera acercarse su muerte, el más misterioso humanista encomendó a un pequeño comité de sus más cercanos amigos, familiares y colaboradores la tarea de conservar su colección de la forma más digna y honorable que había: convirtiendo su nada modesto catálogo en la base de una biblioteca que ofreciera a los estudiosos venideros la posibilidad de dialogar de nuevo cara a cara con los grandes autores de la Antigüedad, en los que Niccoli confiaba ciegamente para reconducir al hombre al lugar del que su cualidad le hacía merecedor.

El Gran Capitán y el final del ideal caballeresco

Es aceptado generalmente que con Gonzalo Fernández de Córdoba y sus prácticas militares se da inicio lo que conocemos por guerra moderna. Algunos de los aspectos que marcan el cambio de concepto bélico, y que el resto de ejércitos irán introduciendo paulatinamente pueden ser la introducción de armas de fuego a gran escala (los arcabuceros que más adelante darán merecida fama a los Tercios) o la permuta de caros mercenarios por fieles siervos de la corona de todo tipo de condición.
Dichas prácticas bélicas se pusieron en práctica entre los ejércitos de España y Francia ante los ojos de los italianos en tierras de Nápoles en los albores del siglo XVI; los españoles, con sus nuevas tácticas bélicas, finiquitaron definitivamente la supremacía de la caballería pesada francesa que durante siglos había triunfado en los campos de batalla. Batallas como la de Ceriñola en 1503 demostraron a toda Europa que el cambio había llegado, iluminando a teóricos como Maquiavelo que trataron de integrar las nuevas propuestas en sus ejércitos propios.

Pero ante el nuevo escenario surge la duda: ¿Es lícita esta nueva forma de hacer la guerra? ¿Dónde queda el heroísmo de la batalla si un hombre sin preparación puede acabar con la vida del más experto de los luchadores?
En una sociedad cambiante en la que a excepción de Italia todavía se mantenían las costumbres cortesanas medievalescas capitaneadas por la tradicion borgoñona, el honor militar estaba aún tan arraigado que no se concebía el hecho de que un campesino armado con un arcabuz pudiera acabar con la vida de un caballero de noble linaje entrenado en las armas desde su infancia. Digamos que a partir de las guerras hispano-francesas el honor fue echándose a un lado para dejar paso a la victoria a cualquier precio.
Pero aún quedarían rescoldos de aquellas prácticas militares honorables que darían uno de sus últimos coletazos en el famoso "Desafío de Barletta"; allí El Gran Capitán y el comandante francés Nemours decidieron acabar con el asedio a dicha ciudad a través de un torneo que enfrentaría a 11 caballeros de cada bando que combatirían por el honor de todo un pueblo. Pero no fue más allá de lo meramente anecdótico, pues la nueva era militar había comenzado.