En la galería central del del Museo del Prado, dejando atrás los lienzos cargados de una solemnidad naturalista del Spagnoletto, nos sorprende la contemplación de dos enormes lienzos del maestro del barroco andaluz Bartolomé Esteban Murillo.
En ellos se representan dos pasajes de la leyenda sobre la fundación de la basílica de Santa María la Mayor romana. Dicha leyenda cuenta que una noche de agosto se apareció la Virgen María al patricio Juan y a su esposa para revelarles que una nevada caería sobre el monte Esquilino señalando el lugar exacto donde deberían erigir una basílica en su honor. El consternado matrimonio acudió al papa Liberio, que también había sido advertido en otro sueño, y este convocó al clero que en solemne procesión se dirigió al lugar indicado. Allí mandó levantar una gran basílica que sufragaría en parte el matrimonio patricio, que casualmente carecía de descendencia a la que legar su vasto patrimonio. La iglesia, asentada en el corazón de Roma, tomaría en principio el nombre de Santa María de las Nieves, luego Santa María la Mayor. Corría el año 352.
Más de 1300 años después, en Sevilla, se está remodelando la iglesia de Santa María la Blanca (antigua mezquita musulmana) y el principal maestro de la ciudad recibe el encargo de representar este pasaje. Lo lleva a cabo dividiendo la historia en dos lienzos semicirculares de gran tamaño evidentemente destinados a ocupar sendos lunetos de la iglesia.
En el primer lienzo la Virgen con el Niño en brazos se aparece en sueños a los patricios y les señala el lugar donde caerá la nevada que marcará la ubicación del templo. Murillo lo interpreta de tal forma que la pareja cae dormida en mitad de unos quehaceres domésticos contemporáneos al pintor: la esposa cosiendo y el marido leyendo. Hasta el perro de compañía se ve inmerso en un sueño que llena la estancia de una oscuridad quebrada únicamente a través de la gloria mariana señalando el monte, insertado con habilidad en la escena gracias a un recurso típico de Murillo como es la división interior-exterior a través de la colocación de una columna clásica, en este caso un pilar.
La narración continúa en el siguiente luneto, en el que se invierte la composición quedando el interior a nuestra izquierda y el exterior a la derecha.
La distribución barroca del interior (cortinaje abierto, mesa, reloj, etc.) deja al papa casi a contraluz, mientras que los patricios y demás personajes ven iluminados sus rostros desde la parte izquierda. Hacia la derecha, y de nuevo separada por una columna, se representa la procesión hacia el Esquilino donde se esboza la imagen de la Virgen sobre el lugar elegido.
En este excelente conjunto demuestra Murillo una gran versatilidad artística, mostrándose capaz de, en medio de una enorme agilidad narrativa insertar con maestría interiores y exteriores gracias a un estudiado juego lumínico que le permite pasar con suave naturalidad del exterior al interior con una gloria de por medio. Todo ello sumado a la suntuosidad de los contornos, el naturalismo figurativo y el manejo del claroscuro, hacen de estas obras un decálogo de las buenas maneras del estilo de Murillo.
Hay obras que justifican la fama de un artista, he aquí una de ellas.
14/4/09
La fundación de Santa María la Mayor según Murillo
19/3/09
Reinar después de morir
Inés de Castro, la soberana que logró reinar después de muerta, nació en 1320 en el pueblo gallego de A Limia (Orense). La mala fortuna se cebó con ella al poco de su nacimiento debido a la pérdida de su madre, hecho que posibilitó su traslado a Valladolid aprovechando una lejana relación de parentesco de su progenitor con la familia real castellana. Allí fue educada en el entorno cortesano del castillo de Peñafiel, lugar en el que se formó como dama de compañía de doña Constanza Manuel, hija del ilustre escritor e infante don Juan Manuel.
Comenzaba ya Inés a destacar por su inmensa belleza, remarcada por unos inmensos ojos azules y una lozana figura que suscitaba todo tipo de comentarios halagadores dentro del ambiente palatino que tan buen futuro le auguraba por la candidez de su hermosura, sin ningún tipo de mácula.
En 1336, doña Constanza se casó por poderes en la localidad de Évora (Portugal) con el príncipe Pedro, hijo del rey portugués Alfonso IV. Cinco años más tarde se trasladaba definitivamente a su país de adopción, dispuesta a unir su futuro al de la corona lusa. Junto a ella viajaron escogidas damas, entre las que se encontraba doña Inés, su fiel y cómplice amiga.
Según cuenta la leyenda, la relativa tranquilidad que se respiraba en la corte portuguesa viose alterada cuando el recién casado heredero quedó prendado al contemplar el semblante de doña Inés. Para su contentamiento, ésta le correspondió manteniendo celosamente el furtivo amor que ambos se profesaban. Mientras tanto, Constanza dio a su infiel marido tres vástagos: María en 1342; un año más tarde Luis, que moriría a la semana, y en 1345 Fernando (el futuro rey de Portugal), en cuyo parto falleció la joven madre.
La muerte de Constanza apresuró el deseo del príncipe Pedro por anunciar el romance que mantenía con doña Inés de Castro. Sin embargo, la relación nunca fue consentida por su padre, el rey Alfonso IV, desconfiado ante una posible intervención castellana en su reino y defensor a ultranza de los derechos dinásticos de Fernando, su nieto superviviente.
La pareja se refugió en la ciudad de Coimbra, dando rienda suelta a su pasión en una hermosa quinta llamada Das Lagrimas, donde concibieron cuatro hijos. En 1354, don Pedro y doña Inés festejaron en secreto su ansiado matrimonio, que fue oficiado por el obispo de Guarda. Noticia que no debió agradar al monarca luso, pues al poco ordenaba, bajo amparo de las Cortes, el asesinato de doña Inés con el fin de despejar el hechizo que ejercía sobre su hijo.
En 1355 tres sicarios se desplazaron a Coimbra para, de forma traicionera, cortar el cuello de la desdichada Inés. La reacción del príncipe no se hizo esperar, desatando sus tropas ante su despiadado padre.
Durante dos años, Portugal se vio envuelto en un conflicto familiar hasta que ambas partes lograron reconciliarse antes de la muerte del propio Alfonso IV, en 1357. Ese mismo año, su hijo Pedro I asumía el trono luso con la intención de honrar la figura de su amada. En 1360 las Cortes portuguesas reconocían el matrimonio entre Pedro I e Inés de Castro y a la sazón aceptaban a la difunta como legítima reina de Portugal.
El propio Pedro I quiso reparar el honor de su auténtico amor. Por ese motivo, según cuenta la historia, mandó desenterrar el cuerpo de doña Inés para sentarla en el trono y hacer que los cortesanos, que tantas infamias habían pronunciado sobre ella,le rindieran póstumo homenaje en señal de respeto hacia su recién reconocida soberana. Actualmente, los restos de Inés de Castro reposan en el monasterio de Santa María de Alcobaça.
Un argumento que deslumbró a escritores, dramaturgos, directores de cine o pintores de historia de la segunda mitad del siglo XIX como Salvador Martínez Cubells que reflejó este momento de gloria póstuma en su famoso cuadro “Reinar después de morir”, tristemente desaparecido en un incendio.
9/2/09
Halles Centrales
5/2/09
Niccolò Niccoli
El Gran Capitán y el final del ideal caballeresco
Es aceptado generalmente que con Gonzalo Fernández de Córdoba y sus prácticas militares se da inicio lo que conocemos por guerra moderna. Algunos de los aspectos que marcan el cambio de concepto bélico, y que el resto de ejércitos irán introduciendo paulatinamente pueden ser la introducción de armas de fuego a gran escala (los arcabuceros que más adelante darán merecida fama a los Tercios) o la permuta de caros mercenarios por fieles siervos de la corona de todo tipo de condición.
Dichas prácticas bélicas se pusieron en práctica entre los ejércitos de España y Francia ante los ojos de los italianos en tierras de Nápoles en los albores del siglo XVI; los españoles, con sus nuevas tácticas bélicas, finiquitaron definitivamente la supremacía de la caballería pesada francesa que durante siglos había triunfado en los campos de batalla. Batallas como la de Ceriñola en 1503 demostraron a toda Europa que el cambio había llegado, iluminando a teóricos como Maquiavelo que trataron de integrar las nuevas propuestas en sus ejércitos propios.
Pero ante el nuevo escenario surge la duda: ¿Es lícita esta nueva forma de hacer la guerra? ¿Dónde queda el heroísmo de la batalla si un hombre sin preparación puede acabar con la vida del más experto de los luchadores?
En una sociedad cambiante en la que a excepción de Italia todavía se mantenían las costumbres cortesanas medievalescas capitaneadas por la tradicion borgoñona, el honor militar estaba aún tan arraigado que no se concebía el hecho de que un campesino armado con un arcabuz pudiera acabar con la vida de un caballero de noble linaje entrenado en las armas desde su infancia. Digamos que a partir de las guerras hispano-francesas el honor fue echándose a un lado para dejar paso a la victoria a cualquier precio.
Pero aún quedarían rescoldos de aquellas prácticas militares honorables que darían uno de sus últimos coletazos en el famoso "Desafío de Barletta"; allí El Gran Capitán y el comandante francés Nemours decidieron acabar con el asedio a dicha ciudad a través de un torneo que enfrentaría a 11 caballeros de cada bando que combatirían por el honor de todo un pueblo. Pero no fue más allá de lo meramente anecdótico, pues la nueva era militar había comenzado.
21/1/09
"José de Espronceda. Poeta y Militante 1808-1842"
Coincidiendo con la exposición de la Biblioteca Nacional dedicada al escritor almendralejense José de Espronceda,autor de la archiconocida "Canción del Pirata":
que es mi dios la libertad.
cadáveres están, ¡ay! los que fueron
honra del libre, y con su muerte dieron
almas al cielo, a España nombradía.
Ansia de patria y libertad henchía
sus nobles pechos que jamás temieron,
y las costas de Málaga los vieron
cual sol de gloria en desdichado día.
Españoles, llorad; más vuestro llanto
lágrimas de dolor y sangre sean,
sangre que ahogue a siervos y opresores,
y los viles tiranos, con espanto,
siempre delante amenazando vean
alzarse sus espectros vengadores.
Versos que, años más tarde, tuvo muy presente el pintor alcoyano Antonio Gisbert evocando de forma plástica el triste suceso...
29/10/08
EL LOBO ESTEPARIO
"...muchas veces he intentado hablar con usted de música: me hubiera itneresado oír su opinión, sus contradicciones, su juicio; pero usted ha desdeñado darme ni siquiera la más pequeña respuesta.
-Bien; pero, entonces, ¿de qué se trata?
-Se trata de hacer música, señor Haller, de hacer música tan bien, tanta y tan intensiva, como sea posible. Esto es, monsieur. Si yo tengo en la cabeza todas las obras de Bach y de Haydn y sé decir sobre ellas las cosas más juiciosas, con ello no se hace un servicio a nadie. pero si yo cojo mi tubo y toco un shimmy de moda, lo mismo da que sea bueno o malo, ha de alegrar sin duda a la gente, se les entra en las piernas y en la sangre. De esto se trata nada más. Observe usted en un salón de baile las caras en el momento en que se desata la música después de un largo descanso; ¡cómo brillan entonces los ojos, se ponen a temblar las piernas, empiezan a reír los rostros! Para esto se toca la música.
-(...)Sin embargo, no es posible colocar en un mismo plano a Mozart y al último fox-trot. y no es lo mismo que toque usted a la gente música divina y eterna, o barata música del día.
-Ah, caro señor; con los planos puede que tenga usted razón por completo. Yo no tengo ciertamente nada en contra de que usted coloque a Mozart y a Haydn y al "Valencia" en el plano que suted guste. A mí me es enteramente lo mismo; yo no soy quien ha de decidir en esto de los planos, a mí no han de preguntarme sobre el particular. A Mozart quizá lo toquen todavía dentro de cien años, y el "Valencia" acaso dentro de dos años ya no se toque; (...) pero nosotros los músicos tenemos que acer lo nuestro, lo que constituye nuestro deber y nuestra obligación; hemos de tocar precisamente lo que la gente pide encada momento, y lo hemos de tocar tan bien, tan bella y persuasivamente como sea posible.
Suspirando, hube de desistir. Con este hombre no se podían atar cabos.
¿Creéis que este fragmento, esta discusión quizá manida, es aplicable a todos los campos artísticos?.