13/2/08

La Cúpula y la noción de armonía

Un día, ya cerca de terminar la licenciatura, me pregunté si tenía alguna obra de arte preferida, alguna que realmente valorara por encima del resto. Comencé a pensar en la inmensa cantidad de pinturas que he visto en mi corta, pero de momento bien aprovechada, vida, ya que tengo una especial predilección por el arte de los pinceles. Recordé entonces La Escuela de Atenas, que sin darme cuenta hizo que me apartara para dejar pasar a Platón y Aristóteles; me vino a la cabeza también El Martirio de San Mateo, del Caravaggio, que me sobrecogió desde el vientre y me explicó qué era aquello que todos los profesores llamaban simplemente claroscuro. Sin embargo, pensé que con gran probabilidad mi obra de arte preferida estaría en la ilustre Florencia, y así fue. Pero no era un cuadro, ni un fresco, era la cúpula que Filippo Brunelleschi construyó para Santa Maria del Fiore.

Florencia, en los últimos años del medievo, pugnaba constantemente con las demás ciudades de la Toscana, especialmente Pisa y Siena, por la preeminencia en todos los niveles: político, religioso y cultural. Así, el levantamiento de las catedrales en estas tres ciudades se había convertido no sólo en una ocasión para ornar el más alto templo cristiano de cada una de ellas, sino en una competición en la que demostrar no sólo al mundo, sino sobre todo a los toscanos, qué catedral era la más bella y, por ende, qué ciudad legitimaba su primacía sobre las demás. Pisa terminó a finales del siglo XIII, culmen de su hegemonía marítima, su espléndida catedral de cinco naves de ecos islámicos, y sus fantásticos baptisterio y campanile, aún famoso entonces sólo por su gran belleza. Siena completaba su catedral a comienzos del siglo XIV, un edificio imponente que dominaba desde lo alto el escarpado y romántico perfil de su ciudad. En el interior, los mosaicos del suelo y la abundancia de mármoles verdes la situaban en posición de disputar con Pisa el primer lugar. Florencia, en cambio, tenía una catedral a medio terminar, de largas paredes lisas, donde aún había que construir la cúpula, que por tamaño y esplendor, debía rivalizar con Santa Sofía de Constantinopla. El proyecto de Arnolfo di Cambio preveía una gran cúpula, pero pronto se dieron cuenta de que la carpintería de la época no podría construir la cimbra sobre la que levantarla, así que el agujero permaneció con el paso de los años, haciendo casi impracticable la catedral y convirtiéndose poco a poco en motivo de mofa por parte de las ciudades cercanas. A finales del siglo XIV, Francesco Talenti creyó dar con la solución y construyó un tambor que debía facilitar el levantamiento de la cúpula; sin embargo, al terminarlo se vio que había sido peor el remedio que la enfermedad, y que el tambor no sólo no ayudaba a sujetar la cúpula, sino que hacía subir la altura total, algo que sólo aumentaba la dificultad global del problema.

A principios del siglo XV, el Comune de Florencia convocó un concurso buscando el maestro de obra que fuera capaz de solventar de algún modo el agujero que avergonzaba a toda una ciudad. Allí acudió un señor llamado Filippo di Ser Brunellesco, que sería más conocido posteriormente como Filippo Brunelleschi, y que hasta entonces era respetado tanto como platero (memorable altar de plata de Pistoia) como por maestro de obras, tales como la iglesia de San Lorenzo o la loggia del Ospedale degli Innocenti. A él y a Lorenzo Ghiberti, el artífice más conocido de la ciudad después de sus puertas de bronce para el baptisterio, se les asignó el hercúleo trabajo de completar la catedral.

El desarrollo de la historia nos permite conocer que fue Brunelleschi quien llevó la guía en todo momento de la construcción de la cúpula, si bien al principio el nombramiento como capomastro también de Ghiberti pudiera habernos hecho dudar sobre la autoría real de la obra. De hecho, parece que Brunelleschi, queriendo ayudar al historiador futuro, puso en marcha una treta para dejar claro a quién correspondía el mérito: algunos días, en los que las obras requerían instrucciones precisas de la mente que estaba detrás de todo aquello, Brunelleschi casualmente enfermaba, lo que dejaba a Ghiberti en evidencia al frente de los obreros y autoridades. Por eso, y aunque Ghiberti nunca dejó de cobrar por este trabajo, poco a poco el único al mando fue Brunelleschi.

La solución al agujero era tan sencilla como evidente: si no se podía construir una cimbra de madera, habría que levantar la cúpula desde el tambor. Para hacerlo, hubo que construir no sólo una, sino dos cúpulas. Una primera bóveda semiesférica y encima una apuntada, dejando vacía la parte intermedia para aligerar el peso. El método consistía en ir construyendo la cúpula en espiral, haciendo subir progresivamente el nivel de la misma, casi del mismo modo en que cae el helado de la máquina sobre el cucurucho. Para ello, había que colocar los ladrillos con un sistema conocido como "espina de pez", muy usado en la Antigüedad y que probablemente Brunelleschi conoció en un más que probable viaje a Roma. A pesar de este ingenioso recurso, el trabajo no se habría podido llevar a cabo sin las máquinas que el propio Brunelleschi diseñó para tal fin, y que hoy pueden verse en los espacios que hay de camino a la cima de la catedral.

Fue así como poco a poco la cúpula se fue completando hasta que estuvo terminada hacia 1434, siendo solemnemente inaugurada por Eugenio IV el 25 de marzo de 1436, día en que comenzaba el año en Florencia. En los años posteriores se completaron las semicúpulas de los brazos del crucero y el ábside y se culminó la cúpula con la linterna que hoy vemos.

Sin embargo, hasta ahora sólo he hablado de la parte técnica e histórica de la Cúpula. ¿Es por eso mi obra preferida? Claro que no, serían argumentos demasiado pobres... Es mi obra de arte preferida porque es la más hermosa culminación posible de un edificio destinado a celebrar la gloria de un dios, porque su espléndida tensión es la de un viento que la empuja desde dentro, un viento llamado poder del hombre, quien a través del estudio, de la imaginación y del trabajo es capaz no sólo de solventar un problema sino de hacerlo de la forma más bella que nadie hubiera podido imaginar, porque a través de su silueta hace participar al hombre de la divinidad a la que apuntan sus líneas, porque estando a sus pies uno la siente como un portal entre el mundo terreno y esa chispa, ese fogonazo que nos dio la existencia. Leon Battista Alberti dijo que la Cúpula cubría con su sombra todos los pueblos de la Toscana; yo digo que si el cielo tiene fin, tiene su forma y que lo que no se vea desde allí arriba, no existe, o no importa. Hay algo mágico, algo místico en sus líneas que no sólo no podemos descubrir sino que tampoco debemos; tenemos que dejar sólo que nos llene, que fluya a través de nosotros e instaure en nuestras entrañas la noción de armonía universal que algún día nos llevará al lugar del que todo procede.

12/2/08

óbito


Quisiera recordar al profesor Alvarez Lopera, que nos ha dejado esta semana. La pasión que ponía dando sus clases cuando nos leía cartas de Manet recien llegado a nuestra Villa y Corte, las cuales acompañaba de su cigarrillo con el compás de sus sonoras caladas, será un recuerdo que permanecerá entre todos, creo. La última conferencia que me dió trataba sobre si el Greco y Tintoretto habían coincidido en Venezia, muchos críticos se aventuraron a lanzar esta hipótesis debido a la similitud entre ambos a nivel pictórico, pero él dejo bien claro, no me digais como, que esta opción no se podía barajar. De ahí la grandeza, de explicar el porqué de las cosas, de dar una conferencia magistral dejando boquiabiertos a los que disfrutamos de tal agradable afirmación. Su estela durante la charla fue la de transmitir bien el arte, no dejándose guiar por las normas academicistas que parangonaban al uno con el otro.El cuadro más parecido entre ambos podría ser las versiones de "La expulsión de los mercaderes del templo" del candiota, una de ellas en San Ginés, pero él, magistralmente acabó con este discurso, apoyando su investigación en documentos firmes y afirmaciones que ponían en entredicho a los demás conferenciantes, absortos en sus indagaciones. Este es el recuerdo que me llevo de este gran hombre, admirado por su entrega al Greco o por sus reinterpretaciones del Salón de Reinos del Buen Retiro y al que seguía desde que nos introdujo en el impresionismo, de un modo diferente al establecido, pero más que válido. El concepto de fama renacentista tiene que ser parecido..

10/2/08

La portada del Colegio de Cuenca

Durante los últimos años del s.XV y los primeros del XVI se fundan en la joven España multitud de colegios universitarios, fomentados desde la Corona como criaderos de funcionarios del Estado. Salamanca, Valladolid y Alcalá de Henares ven como sus ciudades se transforman al ritmo que marcan los tracistas contratados por los fundadores. Así, en Valladolid se crea el Colegio de Santa Cruz, costeado por el Cardenal Mendoza, en Alcalá de Henares Cisneros erige la Universidad Complutense y en Salamanca se crean varios colegios mayores a semejanza del Colegio de San Bartolomé. En estos colegios se facilitaba el estudio a personas pobres y estaban facultados para otorgar los mismos grados que la Universidad de Salamanca.
De entre ellos, el más destacado por los cronistas, el más costoso y el de una calidad artística más cuidada era el de Cuenca, fundado por D.Diego Ramírez de Villaescusa, obispo de Cuenca. A él dedicó su vida, para él pidió prebendas y donativos, y a él dejó de único heredero.
Se sabe que las trazas del proyecto se encargaron a Juan de Álava, quien estaba trabajando en las obras de la Catedral Nueva de Salamanca, así como se conoce que se desplazó hasta Cuenca para presentar el proyecto a Villaescusa con una maqueta a escala del futuro colegio. Esta maqueta, que puede ser la primera de este tipo en España, quedó en poder del patrono, quien según ciertos testimonios, se deleitaba con su contemplación y hablaba constantemente sobre el proyecto. Desgraciadamente a su muerte en 1537 los trabajos se paralizaron y no pudieron reanudarse hasta mediado el s. XVIII.
La portada nunca llegó a ejecutarse tal cual había sido concebida por Juan de Álava, lo que ha llevado a multitud de investigadores a lanzar diversas hipótesis sobre su posible aspecto.
Durante los ss.XVI y XVII algunas instituciones encargan retratos de sus patronos, y la representación tipo nos muestra al personaje en cuestión con sus atributos y un espacio abierto en el que se representa su obra.


Arriba queda el Cardenal Mendoza, en cuyo retrato se muestra la fachada del Colegio de Santa Cruz de Valladolid. Esta imagen ha sido utilizada como fuente gráfica del proyecto original de la fachada del edificio.
A la izquierda, un retrato de Diego Ramírez de Villaescusa, copia del procendente del seminario de Málaga. Al fondo, una fachada renacentista con el escudo del prelado en el segundo cuerpo.
Es aventurado conjeturar con tanta ligereza sobre este tema, pero la semejanza de esta representación arquitectónica con la fachada del convento de los agustinos, también de Salamanca, también de Juan de Álava y coetáneo al Colegio Mayor de Cuenca, me llevan a contemplar la posibilidad de que esta sea una representación de la fachada del Colegio de Cuenca basada seguramente en la maqueta o una representación de la misma.
¿Posibilidad real o sueños de un investigador neófito?

9/2/08

LA TÚNICA DE JOSÉ

La parte buena de ser un paleto redomado en ciertos temas es que, en ocasiones, queda intacto el sentido de la sorpresa. No digo que me sienta orgulloso de ser un inculto, cuando reconozco que apenas sabría comentar nada interesante sobre Velázquez; lo que quiero compartir con vosotros es la agradable sensación de sorpresa que sentí el jueves pasado, cuando me encontré frente a este cuadro:





Lo primero que me vino a la cabeza fue algo que los cartelones de la sala me vinieron a confirmar minutos después: "Este cuadro es MUY italiano". Efectivamente, Velázquez lo pintó allá por 1630, en su primer viaje a Roma.

Los colores de las túnicas declaran el conocimiento de Velázquez de la pintura veneciana, al igual que la disposición en perspectiva del suelo, quizá inspirada en Tintoretto y su Lavatorio de los pies, cuadro que perteneció a Felipe IV (aunque he sido incapaz de encontrar la fecha de adquisición) y con el que, dudo que casualmente, compartió habitación durante muchos años en la Sacristía de El Escorial.


La anatomía, dicen, está inspirada en Miguel Ángel. Es difícil imaginar que Velázquez perdiese la oportunidad de contemplar la monumental obra del italiano, pero dudo que fuera su única inspiración, ni mucho menos la más importante. La musculatura del hermano que aparece de espaldas es mucho más delicada que las empleadas por Miguel Ángel y, en mi humilde opinión, creo que debe más a los modelos escultóricos clásicos. No en vano, el segundo viaje del sevillano a Italia tuvo por objeto, entre otras actividades de corte diplomático, el hacerse con una colección de vaciados en yeso de las principales esculturas romanas.

Sobre la composición del cuadro, tengo poco que decir. En un primer momento me recordó a la Calumnia de Apeles de Botticelli, pero una mirada de refresco al cuadro del florentino disipó tal opción: si bien ambos pintores narran una "historia" escrita de izquierda a derecha, la de Botticelli ofrece una disposición más dinámica y revuelta de los personajes, mientras que Velázquez dispone a los hermanos de José en una línea en perspectiva, perfectamente marcada en el cuadro, tanto por los pies de los hermanos, como por la vara que hay en el suelo, y que sigue una dirección opuesta a la seguida por la línea de los azulejos.

Llama la atención la cara del hermano con cara de sorpresa, que, si os fijais, es el mismo modelo que utilizó Velázquez en La fragua de Vulcano, cuadro, por cierto, pintado en los mismos años.

Para terminar, me quedo, como ya he dicho antes, con el inagotable poder que tienen los grandes artistas de sorprender. Espero que nunca perdamos la capacidad, la posibilidad de sorprendernos. Sea con la manifestación artística (o no artística) que sea.


8/2/08

Boulevares...

Durante la década de los años 50 del siglo XIX se producen en Francia, concretamente en París, las primeras experiencias de reformas urbanas a gran escala. El caso de París es más que evidente para reconocer en él los síntomas de posesión de lugar por parte de la burguesía adinerada. Como bien es sabido, el proyecto impulsado por Napoleón III para embellecer la ciudad, y equipararla con su "rival" Londres, es llevado a cabo por el Barón Haussmann, un burgués más.

De esta manera, la burguesía hace su ciudad. Proyecta la urbe de manera que se acomode a sus nuevas necesidades, que durante décadas ha ido gestando. Tras la Revolución Industrial la burguesía aparece como nuevo poder dirigente y con capacidad de decisión, abocando al proletariado a su obligada sumisión. Así, desplazados estos últimos de cualquier contacto con la realidad material que no sea el esclavo trabajo productivo en la fábrica, los nuevos poderosos se adueñan de la ciudad.

Aparecen nuevas tipologías de edificios a su medida: mercados, bancos, la ópera, pasajes comerciales, cafeterías, estaciones de ferrocarril... Y se hace uso de los nuevos materiales que la apadrinada Ciencia ofrece para configurar estos nuevos edificios representativos: el hierro y el vidrio. Pero me desvío un poco de lo que al principio tenía pensado hablar: los boulevares.

El boulevard nace implícito a los proyectos de ensanche territorial y urbanismo de las grandes ciudades. Volvemos a París. Boulevares que el burgués Haussmann crea para la burguesía parisina. Y no es extraño que se dé esta circunstancia, es más que lógico teniendo en cuenta que entre la sociedad que deambularía por esos paseos se encontraba la tipología por excelencia surgida en la ciudad del XIX: el flâneur.

Una ciudad pensada y creada para pasear por Montparnasse, para encontrarse en el foyer de la Ópera de Garnier o tomarse un absenta en el Café mientras se departe sobre la última exposición del Salón de Refusées. Un escenario ofrecido al ciudadano para sacar pecho y sentirse respetable.

No podía evitar hablar del flâneur...

Frankenstein

La lectura comunitaria de cuentos fantásticos y oscuras historias de terror que cayeron en manos del círculo intelectual de Mary Wollstonecraft Shelley dio como resultado una de las novelas góticas por excelencia: Frankenstein (o El moderno Prometeo). A orillas del lago Ginebra Lord Byron, el médico Polidori, Percy Shelley (fututo marido de Mary) y la propia Mary W. Shelley deciden crear cuentos inspirados en estas lecturas como pasatiempo a sus largas estancias en tierras suizas. Estos hechos ocurren en 1816.

La primera edición de Frankentein fue publicada en 1818. Escrita por M. Shelley, una joven chica de apenas 18 años, fue dada a conocer al público como una novela anónima, pues su familia no estaba muy bien considerada por sus ideas liberales en una Inglaterra predominantemente conservadora. La publicación corrió a cargo de Percy, quien contribuyó a su configuración final anotando ciertos matices y mejorando registros lingüisticos y literarios.

El valor de la obra radica en su contemporaneidad. Se desprende de sus páginas una experiencia personal centro de gravedad del pensamiento decimonónico: el individuo frente a la sociedad. En torno a este parámetro gira toda la obra, a la que se suman circunstancias complementarias que avivan este sentimiento de aislamiento.

Víctor Frankenstein es un joven estudiante de Ciencias con inquietudes personales de conocimiento. Desea llevar al extremo su saber preguntándose si sería capaz de poder animar lo inanimado, es decir, crear vida. A la altura de un Dios crea vida de partes inertes. Pero su creación es monstruosa, de la que huye horrorizado. El monstruo creado habla, es sensible, se educa mediante la observación de otros, pero se revela a su creador haciéndole culpable de su desagradable aspecto y, por tanto, del rechazo humano, así como de su abandono.

La obra (que no os voy a desentrañar, claro), por tanto, es deudora de los planteamientos evocados un siglo antes por J. Addison y continuados por Burke a mediados del mismo: el individuo es consciente de sus capacidades y no tolera lo convencional, aflorando una verdadera personalidad pasional individual que encarnará los futuros valores empíricos de completa realización en armonía con la Naturaleza. De la misma manera, todo el ambiente de la obra parece encontrarse acorde con este ánimo del que es infundido el protagonista y que durante toda su lectura no ha hecho sino evidenciar las referencias pictóricas contemporáneas.

1/2/08

LOS YESOS DE VELÁZQUEZ.

El sábado pasado me acerqué, con La Mer, a ver la exposición de yesos de la RABASF. En ella se exponen, como ya habréis oido, los yesos que Velázquez trajo de su segundo viaje a Italia, entre 1649 y 1651.

La exposición está comisariada por José María Luzón, toda una garantía de calidad, como bien sabemos Álex, Algaba y yo, que pudimos disfrutar del saber INFINITO de este profesor, que tuvo a bien impartir sus clases magistrales, en un curso de doctorado, en la sala de yesos. de la RABASF. El saber entra mejor cuando está rodeado del Gladiador Borghese.

Quizás, condicionado por esto, la visita no terminó de impresionarme. Puede que el haber estado en Roma hace tan poco tiempo haya influido también. El caso, que la exposición no es "bonita" de ver, pero al menos es sincera: sólo muestra los yesos que trajo Velázquez, copias de gran calidad, hechas con los más finos yesos del momento, y en ocasiones acompañados por los vaciados en bronce que hoy se pueden ver en el Palacio real, y que se hicieron de estos mismos yesos, cuyo mayor valor reside en que se han convertido en fuentes primordiales para conocer el estado de las esculturas originales, en mármol, en el momento en que Velázquez se pasó por los talleres de Roma. Gracias a estos yesos, por ejemplo, sabemos cómo era la mano original de la Ariadna dormida, que originalmente tampoco tenía el "peralte" que presenta en el modelo de El Vaticano.

La exposición también nos hace caer en detalles que alguna vez hemos oido, pero que aquí comprobamos de primera mano: Velázquez era un amante de la escultura clásica, y se inspiraba en las posturas de las más famosas esculturas a la hora de pintar sus cuadros: Dicen que en su estudio tenía una copia del Hermafrodita, en la que se inspiró para hacer La Venus del Espejo. En el caso del cuadro de Argos, parece que se inspiró en uno de los galos heridos.

Poco más que decir de esta muestra, que creo puede entroncar bastante bien con la de Velázquez en el Prado, y que aún no he visto, hablando de todo un poco...

Puccini y Butterfly

Madama Butterfly se estrenó en el Teatro alla Scala de Milán en 1904. A los pocos meses se representó también en Brescia, con importantes cambios. Durante los siguientes tres años se sucedieron las modificaciones hasta alterar de tal manera la primera versión, que hay quien piensa que la actual tragedia japonesa de Puccini fue concebida en su origen como una comedia.

Madama Butterfly cuenta la historia de una geisha de quince años, Cio-Cio-San ("Cio" significa "mariposa" en japonés, de ahí Butterfly), que es engañada por un marino americano, Pinkerton, para que se case con él, estando las lujuriosas intenciones de Pinkerton lejos de una verdadera vida marital con Cio-Cio-San. Él se marcha de vuelta a Estados Unidos y vuelve después de tres años con su verdadera esposa americana para comprobar que de su unión con Butterfly ha nacido un niño. La joven geisha, tras comprobar el engaño, se quita la vida para limpiar su honor.

Este argumento, que no parece dar mucho lugar a la risa, quizá estuvo enfocado de otro modo distinto en las primeras representaciones. Por lo que parece (no se conservan todas las versiones), la versión inicial del libreto, con más peso por parte de Luigi Illica, presentaba el mundo oriental, Butterfly y sus parientes con un resabio colonialista, llegando incluso a ridiculizarles con algunas frases, gestos y escenas, algunas de las cuales se mantienen hoy en día pero con una visión más tierna y menos cruel. Los cambios que se fueron introduciendo a lo largo de los años, de los cuales era más responsable el otro libretista, Giuseppe Giacosa, fueron suavizando el tono satírico y ahondando en la cara más trágica de la obra.

Probablemente a Puccini le conmovía cada día un poco más la historia de Cio-Cio-San. Probablemente, cada día que asistía a la representación sufría un poco más y la angustia le llegaba cada día unos compases antes que el anterior; cada día le dolía más y le era más frío el puñal que atravesaba el pecho de la joven. Llegó el día en que ya no le hacían gracia las battute (gracietas) de Pinkerton, en que se sorprendió maldiciéndole, llegó el día en que incluso se sintió culpable, pero ya no podía hacer nada por evitarlo, ya no podía viajar al Japón para llevarse a Cio-Cio-San a su villa de Torre del Lago y salvarla de la maldad que ella no conocía. Lo único que pudo hacer fue tratar de convencer al público de que no había humor en aquello, de que esa historia era una auténtica y verdadera tragedia.